La esencia del Derecho consiste en servir de freno
al poder arbitrario, ya tenga su origen en la autoridad pública o en
los sujetos privados, constituyendo así la garantía básica de la
libertad y de la justicia. Frente al tópico que exige una permanente
adaptación del Derecho a las circunstancias cambiantes -políticas,
sociales y económicas-, Claudio Magris nos recuerda que los
principios que lo inspiran no deben cambiar con los tiempos. La
única adaptación que procede es la que persigue adecuar las normas
para combatir las nuevas formas de abuso que puedan surgir.
Por eso, un Derecho líquido, amorfo, adaptable a
las conveniencias del momento, no sólo sería incapaz de imponer
límites al abuso, sino que más bien se convertiría en su principal
instrumento. Por citar un ejemplo extremo, conviene recordar que una
de las notas definitorias del Derecho nazi -si es posible utilizar
esta expresión- fue su carácter radicalmente líquido. Al dictar
sentencia el juez no debía sujetarse a las normas formales, sino
considerar lo que era útil a la Nación alemana según los postulados
del nacionalsocialismo. En realidad, el nazismo supo aprovechar
hábilmente los postulados de la Escuela de Derecho Libre, que
llamaba a superar la norma escrita atendiendo al sentido de justicia
dominante en la comunidad y a los principios de orden político. Es
obvio que cuanto más líquido sea el Derecho, menos freno supone para
el poder, dado que no resulta infrecuente que las “opiniones
predominantes en la comunidad” sean dictadas desde arriba, a través
del “bramido de los líderes”, en expresión de Natalino Irti.
Podría parecer que hoy en día hemos superado
felizmente tales riesgos y excesos. Sin embargo, en una época como
la nuestra, caracterizada por la permeabilidad y la ausencia de
barreras, el Derecho no podía quedar al margen. Hasta la mismísima
Constitución, vértice de la pirámide legislativa, está inmersa en un
franco proceso de licuefacción.
El fenómeno viene de lejos, pero ciertos
acontecimientos recientes lo proclaman a gritos. Algunas
declaraciones con ocasión de la futura sentencia del Tribunal
Constitucional sobre el Estatut catalán recuerdan las posturas más
radicales de la Escuela de Derecho Libre. Se defiende que el “pacto
político entre España y Cataluña que representa el Estatuto catalán”
está por encima de nuestra norma fundamental.
El problema es general y afecta a todas las ramas
del Derecho. A él coadyuva tanto el esquema de competencias
autonómicas, construido en función de las necesidades cambiantes de
apoyo nacionalista a las mayorías parlamentarias, como el deficiente
funcionamiento de nuestra Administración de Justicia, desde la
constitucional a la penal.
En un escenario de Derecho líquido, la justicia es
una simple cuestión de opinión. Los contratos, los acuerdos, incluso
las normas jurídicas aprobadas por el Parlamento, son meros
proyectos de intenciones que, como los tratados de paz del pasado,
se infringen cuando la utilidad lo aconseja. Incluida la propia
Constitución, si resultasen ser ciertas esas afirmaciones de que
puede acudirse a otros mecanismos para asumir las competencias que
el Tribunal Constitucional pueda recortar. Los recursos de
inconstitucionalidad, pero también las demandas privadas o las
querellas criminales, más que vías de acceso a la justicia, son
instrumentos de combate, tácticas para intimidar al enemigo, para
obligarle a negociar o para hacerle perder tiempo y dinero. Hemos
pasado de la lucha por el Derecho, a la lucha con el Derecho. No es
de extrañar, por tanto, que los asuntos, tanto los públicos como los
privados, se terminen resolviendo en la mesa de negociaciones en
función de la capacidad de disuasión de cada parte, y no
precisamente de la justicia de su caso.
La conclusión de todo ello es el declive del
ordenamiento jurídico como instrumento de control social. Por ello,
si tras una larga y difícil evolución histórica hemos conseguido
identificar a la democracia con el Estado de Derecho y no sólo con
el mero proceso formal de ir a votar, deberemos necesariamente
concluir que no hay nada más antidemocrático que un estado de
Derecho líquido. Su progresiva licuefacción constituye hoy una
gravísima amenaza para nuestras siempre frágiles libertades.
Rodrigo Tena,
notario.